
La verdad sobre los ‘paras’ aún está enterrada
Polo era pescador de cangrejos y mantarrayas. A orillas del río Yurumanguí, entre la selva, había construido una casa para sus niños y una mujer con nombre de flor. En las noches tocaba guitarra y cantaba currulaos, nunca disparó un fusil. Una tía suya jura que lo único que él conocía de la guerra eran los tiros que a veces estallaban a lo lejos, entre trochas y esteros.
Los paramilitares del Bloque Calima no le creyeron. Él les mostró las manos callosas, los arpones, la carne de los animales, pero no lo escucharon. Gritaron que era auxiliador de la guerrilla, que lo habían visto venderles cocos y pescados y que por eso se tenía que morir.
Veinte horas después de que 300 hombres de las autodefensas irrumpieran en la región del Naya cometiendo una de las masacres más crueles en la historia de Colombia, a Polo le cortaron las manos y la cabeza a machetazos. Su casa fue quemada.
Esa tarde, otras seis personas fueron asesinadas de la misma manera. Los cuerpos, dice la tía del pescador, están enterrados junto a la vereda San Antonio. Son otros campesinos, pescadores, padres de familia, ancianos que fueron sepultados por sus propios familiares, porque la Fiscalía no pudo llegar hasta allí para hacer los levantamientos. Por eso sus nombres no hacen parte de la lista de víctimas de esa matanza perpetrada el 11 de abril del 2001.
Pero ésta apenas es una de las verdades que quedaron sepultadas por la barbarie de ese día. Seis años después, las autoridades ni siquiera han podido establecer con claridad cuántas personas murieron. En algunos registros oficiales se cuentan 27, en otros 32, en unos más se habla de 53 asesinatos.
Lo cierto, dice la gobernadora de uno de los cabildos indígenas obligados a desplazarse de la zona, es que los paramilitares ejecutaron a más de 200 hombres con sus motosierras y fusiles. Lo que pasa, explica ella, es que muchos de esos muertos fueron tirados a los barrancos y al río y por eso jamás aparecieron. Nunca se supo, pero los cuerpos mutilados flotaban en el agua como troncos sin ramas.
Durante dos semanas El Pais recorrió la zona rural del Valle del Cauca, indagó en sus veredas, entrevistó a más de 20 sobrevivientes de las masacres más brutales, para intentar reconstruir historias en torno a un tema que, aunque parezca repetido, sigue siendo un drama del que poco se sabe.
Polo era pescador de cangrejos y mantarrayas. A orillas del río Yurumanguí, entre la selva, había construido una casa para sus niños y una mujer con nombre de flor. En las noches tocaba guitarra y cantaba currulaos, nunca disparó un fusil. Una tía suya jura que lo único que él conocía de la guerra eran los tiros que a veces estallaban a lo lejos, entre trochas y esteros.
Los paramilitares del Bloque Calima no le creyeron. Él les mostró las manos callosas, los arpones, la carne de los animales, pero no lo escucharon. Gritaron que era auxiliador de la guerrilla, que lo habían visto venderles cocos y pescados y que por eso se tenía que morir.
Veinte horas después de que 300 hombres de las autodefensas irrumpieran en la región del Naya cometiendo una de las masacres más crueles en la historia de Colombia, a Polo le cortaron las manos y la cabeza a machetazos. Su casa fue quemada.
Esa tarde, otras seis personas fueron asesinadas de la misma manera. Los cuerpos, dice la tía del pescador, están enterrados junto a la vereda San Antonio. Son otros campesinos, pescadores, padres de familia, ancianos que fueron sepultados por sus propios familiares, porque la Fiscalía no pudo llegar hasta allí para hacer los levantamientos. Por eso sus nombres no hacen parte de la lista de víctimas de esa matanza perpetrada el 11 de abril del 2001.
Pero ésta apenas es una de las verdades que quedaron sepultadas por la barbarie de ese día. Seis años después, las autoridades ni siquiera han podido establecer con claridad cuántas personas murieron. En algunos registros oficiales se cuentan 27, en otros 32, en unos más se habla de 53 asesinatos.
Lo cierto, dice la gobernadora de uno de los cabildos indígenas obligados a desplazarse de la zona, es que los paramilitares ejecutaron a más de 200 hombres con sus motosierras y fusiles. Lo que pasa, explica ella, es que muchos de esos muertos fueron tirados a los barrancos y al río y por eso jamás aparecieron. Nunca se supo, pero los cuerpos mutilados flotaban en el agua como troncos sin ramas.
Durante dos semanas El Pais recorrió la zona rural del Valle del Cauca, indagó en sus veredas, entrevistó a más de 20 sobrevivientes de las masacres más brutales, para intentar reconstruir historias en torno a un tema que, aunque parezca repetido, sigue siendo un drama del que poco se sabe.
Da susto pero es cierto: mientras se firman leyes de Justicia y Paz, las huellas y las verdades de la barbarie paramiltar permanecen bajo tierra. Enrique, un indígena paez del Bajo Naya, cuenta, por ejemplo, que la matanza en esa zona no comenzó el 11 de abril, como presumen las autoridades, sino dos días antes.
La primera víctima fue Gladys Campo, una mujer de El Ceral a la que por haber desconocido la ubicación de la guerrilla le cortaron las orejas, los pies, las manos y la dejaron desangrándose en el camino. Ese fue el comienzo de un recorrido macabro que arrancó en la vereda El Porvenir, en el departamento del Cauca, y que siguió por la cordillera Occidental, hasta desembocar en el camino que tres días después los llevó hasta el mar Pacífico, en Puerto Merizalde.
Polo era pescador de cangrejos y mantarrayas. A orillas del río Yurumanguí, entre la selva, había construido una casa para sus niños y una mujer con nombre de flor. En las noches tocaba guitarra y cantaba currulaos, nunca disparó un fusil. Una tía suya jura que lo único que él conocía de la guerra eran los tiros que a veces estallaban a lo lejos, entre trochas y esteros.
Los paramilitares del Bloque Calima no le creyeron. Él les mostró las manos callosas, los arpones, la carne de los animales, pero no lo escucharon. Gritaron que era auxiliador de la guerrilla, que lo habían visto venderles cocos y pescados y que por eso se tenía que morir.
Veinte horas después de que 300 hombres de las autodefensas irrumpieran en la región del Naya cometiendo una de las masacres más crueles en la historia de Colombia, a Polo le cortaron las manos y la cabeza a machetazos. Su casa fue quemada.
Esa tarde, otras seis personas fueron asesinadas de la misma manera. Los cuerpos, dice la tía del pescador, están enterrados junto a la vereda San Antonio. Son otros campesinos, pescadores, padres de familia, ancianos que fueron sepultados por sus propios familiares, porque la Fiscalía no pudo llegar hasta allí para hacer los levantamientos. Por eso sus nombres no hacen parte de la lista de víctimas de esa matanza perpetrada el 11 de abril del 2001.
Pero ésta apenas es una de las verdades que quedaron sepultadas por la barbarie de ese día. Seis años después, las autoridades ni siquiera han podido establecer con claridad cuántas personas murieron. En algunos registros oficiales se cuentan 27, en otros 32, en unos más se habla de 53 asesinatos.
Lo cierto, dice la gobernadora de uno de los cabildos indígenas obligados a desplazarse de la zona, es que los paramilitares ejecutaron a más de 200 hombres con sus motosierras y fusiles. Lo que pasa, explica ella, es que muchos de esos muertos fueron tirados a los barrancos y al río y por eso jamás aparecieron. Nunca se supo, pero los cuerpos mutilados flotaban en el agua como troncos sin ramas.
Durante dos semanas El Pais recorrió la zona rural del Valle del Cauca, indagó en sus veredas, entrevistó a más de 20 sobrevivientes de las masacres más brutales, para intentar reconstruir historias en torno a un tema que, aunque parezca repetido, sigue siendo un drama del que poco se sabe.
Polo era pescador de cangrejos y mantarrayas. A orillas del río Yurumanguí, entre la selva, había construido una casa para sus niños y una mujer con nombre de flor. En las noches tocaba guitarra y cantaba currulaos, nunca disparó un fusil. Una tía suya jura que lo único que él conocía de la guerra eran los tiros que a veces estallaban a lo lejos, entre trochas y esteros.
Los paramilitares del Bloque Calima no le creyeron. Él les mostró las manos callosas, los arpones, la carne de los animales, pero no lo escucharon. Gritaron que era auxiliador de la guerrilla, que lo habían visto venderles cocos y pescados y que por eso se tenía que morir.
Veinte horas después de que 300 hombres de las autodefensas irrumpieran en la región del Naya cometiendo una de las masacres más crueles en la historia de Colombia, a Polo le cortaron las manos y la cabeza a machetazos. Su casa fue quemada.
Esa tarde, otras seis personas fueron asesinadas de la misma manera. Los cuerpos, dice la tía del pescador, están enterrados junto a la vereda San Antonio. Son otros campesinos, pescadores, padres de familia, ancianos que fueron sepultados por sus propios familiares, porque la Fiscalía no pudo llegar hasta allí para hacer los levantamientos. Por eso sus nombres no hacen parte de la lista de víctimas de esa matanza perpetrada el 11 de abril del 2001.
Pero ésta apenas es una de las verdades que quedaron sepultadas por la barbarie de ese día. Seis años después, las autoridades ni siquiera han podido establecer con claridad cuántas personas murieron. En algunos registros oficiales se cuentan 27, en otros 32, en unos más se habla de 53 asesinatos.
Lo cierto, dice la gobernadora de uno de los cabildos indígenas obligados a desplazarse de la zona, es que los paramilitares ejecutaron a más de 200 hombres con sus motosierras y fusiles. Lo que pasa, explica ella, es que muchos de esos muertos fueron tirados a los barrancos y al río y por eso jamás aparecieron. Nunca se supo, pero los cuerpos mutilados flotaban en el agua como troncos sin ramas.
Durante dos semanas El Pais recorrió la zona rural del Valle del Cauca, indagó en sus veredas, entrevistó a más de 20 sobrevivientes de las masacres más brutales, para intentar reconstruir historias en torno a un tema que, aunque parezca repetido, sigue siendo un drama del que poco se sabe.
Da susto pero es cierto: mientras se firman leyes de Justicia y Paz, las huellas y las verdades de la barbarie paramiltar permanecen bajo tierra. Enrique, un indígena paez del Bajo Naya, cuenta, por ejemplo, que la matanza en esa zona no comenzó el 11 de abril, como presumen las autoridades, sino dos días antes.
La primera víctima fue Gladys Campo, una mujer de El Ceral a la que por haber desconocido la ubicación de la guerrilla le cortaron las orejas, los pies, las manos y la dejaron desangrándose en el camino. Ese fue el comienzo de un recorrido macabro que arrancó en la vereda El Porvenir, en el departamento del Cauca, y que siguió por la cordillera Occidental, hasta desembocar en el camino que tres días después los llevó hasta el mar Pacífico, en Puerto Merizalde.
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